#ElPerúQueQueremos

Foto: GTRES

Vargas LLosa y los escarnios de la libertad.

Publicado: 2014-03-24

Cuando Vargas Llosa escribe sobre la decencia que debe regir la conducta de los hombres, nos parece estar escuchando al diablo predicador, es decir, a aquel que catequiza para otros unas normas de conducta, ética y moral que él mismo no parece practicar. Cada día que pasa nuestro laureado Nobel se parece más a Juan Luis Cipriani, ese cardenal que predica como Tres Patines. 

En su artículo “Desafueros de la libido”, publicado en El País de Madrid, el 18 de octubre del 2009, habla sobre la conducta despreciable de tres personajes: el cineasta polaco Roman Polanski; Fréderic Mitterrand, sobrino del ex presidente Francois Mitterrand y que fue ministro de Cultura de Francia y del primer ministro italiano, Silvio Berlusconi.

Escuchemos a nuestro laureado novelista:

“La moral de la historia es clara [la de Polanski]: emboscar, emborrachar, drogar y violar a una niña de 13 años, que es lo que hizo Polanski con su víctima, Samantha Geimer, a la que atrajo a la casa deshabitada de Jack Nocholson con el pretexto de fotografiarla, es tolerable si quien comete el desafuero no es un hombre del montón sino un creador de probado talento (Polanski lo es, sin lugar a duda). Abusar de una niña, gozar con esclavos [Fréderic Mitterrand] y hacer del poder un burdel [Berlusconi] son escarnios de la libertad”.

Veamos porqué su ojeriza contra Fréderic Mitterrand. Muy suelto de huesos, el señor Mitterrand publicó en el año 2005 un libro autobiográfico, “La Mauvaise vie” (la mala vida), en el que confesaba sus escapes a Tailandia en pos de los chicos jóvenes de los prostíbulos de Patpong, en Bangkok. “Todo ese ritual de feria de efebos, de mercado de esclavos, me excita enormemente” escribe Fréderic Mitterrand con todo desparpajo. Hago aquí un paréntesis que me parece apropiado. Una confesión similar hace André Gide en su libro autobiográfico “Si la semilla no muere…”. Tomó dos fragmentos que me parecen sustanciales para el tema que estoy tratando. De entrada, Gide confiesa:

“Vuelvo a ver también una mesa bastante grande, la del comedor, sin duda, cubierta con un tapete que llegaba hasta el suelo y bajo la cual me deslizaba con el hijo de la portera, un chiquillo de mi edad que iba a veces a buscarme.

- ¿Qué tramáis ahí abajo? – gritaba mi niñera.

- Nada. Jugamos.

Y agitábamos ruidosamente algunos juguetes que habíamos llevado para despistar.

En realidad nos divertíamos de otro modo: el uno junto al otro, pero no el uno con el otro; sin embargo, practicábamos lo que, según he sabido más tarde, se llamaba “malas costumbres”.

¿Quién de los dos las había enseñado al otro? ¿Y de quién las había aprendido el primero? No lo sé. Es necesario admitir que un niño las inventa de nuevo a veces. En cuanto a mí, no puedo decir si alguien me las enseñó o cómo descubrí ese placer; pero lo he sentido desde la época más lejana a que alcanza mi memoria”.

(Obra citada, pág. 7; Editorial Losada S.A., Buenos Aires, 1962).

Bizarra confesión viniendo de un hombre como Gide, Premio Nobel de literatura en 1948. Contando su encuentro en Argelia con Oscar Wilde, Gide nos confiesa las fugas nocturnas que tuvo con el autor de “Salome” por los lugares más sórdidos y escabrosos de la ciudad en busca de placer. Gide muestra el malestar que siente después de esas desaforadas incursiones pecaminosas.

Si se tratara de mujeres, seguro es que no lo perturbaría pesar alguno. Escuchemos su confección:

“Desde entonces, [sus correrías nocturnas con Wilde] cada vez que busqué el placer tuve que correr tras el recuerdo de esa noche.

Después de mi aventura de Sousse había vuelto a caer miserablemente en el vicio. Si a veces conseguía de paso la voluptuosidad era como furtivamente; aunque de una manera deliciosa una noche en que iba en barca con un joven batelero del lago de como (poco antes de ir a la Brévine), mientras envolvía mi éxtasis el claro de luna en el que se fundían el encantamiento brumoso del lago y lo perfumes húmedos de las orillas. Después nada, nada más que un desierto espantoso lleno de llamamiento sin respuestas, de impulsos son objeto, de inquietudes, de luchas, de sueños agotadores, de exaltaciones imaginarias, de abominables recaídas”.

(Obra citada; pág. 229).

Como se ve, el arrepentimiento después del pecado. Basta leer estos textos para darnos cuenta que tan lejos está el escritor francés de las bravatas confesionales de Fréderic Mitterrand.

Sigamos con el tema de fondo. Ante las confesiones de Mitterrand, comenta Vargas Llosa: “Nadie parece haberse preguntado, en todo este trajín dialectico, qué pensarían en Francia de un ministro tailandés que confesara su predilección por los adolescentes franceses a los que vendría a sodomizar (o a ser sodomizado por ellos) de vez en cuando en las calles y antros pecaminosos de la Ciudad Luz. Moral de la historia: está bien practicar la pedofilia y fantasías equivalentes siempre que se trate de un escritor franco y talentoso y los chicos en cuestión sean exóticos y subdesarrollados”. Hasta aquí los palos contra Fréderic Mitterrand.

Veamos ahora sus recriminaciones a Berlusconi. Transcribo buena parte de su discurso por no privar a mis lectores de tan delicioso escozor:

“Comparado con el cineasta Polanski y el ministro Mitterrand, el primer ministro de Italia, Silvio Berlusconi, es, en materia sexual, un ortodoxo y un patriota.

A él lo que le gusta, tratándose de la cama, son las mujeres hechas y derechas y sus compatriotas, es decir, que sean italianas. Él ha hecho algo que de alguna manera lo emparenta con los 12 Césares de la decadencia y sus extravagancias descritas por Suetonio: llenar de profesionales del sexo no sólo su suntuosa residencia de Cerdeña llamada Villa Certosa sino, también, el Palacio que es la residencia oficial de la jefatura de gobierno, en Roma. Los entreveros sexuales colectivos y seudo paganos que propicia han dado la vuelta al mundo gracias al fotógrafo Antonello Zappadu, que los documentó y vendió por doquier. Al estadista le gustaba disfrutar en compañía y en una de esas extraordinarias fotografías de Villa Certosa ha quedado inmortalizado el ex primer ministro checo, Mirek Topolanek, quien de visita en Italia, fue invitado por su anfitrión a una de aquellas bacanales, donde aparece dando un salto simiesco, desnudo como un pez y con sus atributos viriles en furibundo estado de erección (¿lanzaba al mismo tiempo el alarido de Tarzán?), entre dos ninfas, también en cueros. ¿La moraleja en este caso? Que si usted es uno de los hombres más ricos de Italia, dueño de un imperio mediático, y un político que ha ganado tres elecciones con mayorías inequívocas, puede darse el lujo de hacer lo que a sus gónadas les dé la reverendísima gana”.

Este eclipse moral producido por Polanski, Mitterrand y Berlusconi, pone los pelos de punta a nuestro moralista compatriota; a quien se la hace intolerable esas acciones que se mofan de la libertad que precisamente exige para que en la vida sexual desaparezca esa relación de amo y esclavo que, en los casos de Polanski, Mitterrand y Berlusconi, se manifiesta en forma evidente.

Bien, visto el asunto hasta aquí, separemos ahora los gorgojos del arroz. ¿Por qué se encrespa tanto nuestro laureado Nobel cuando parte de su vida pasada raya las orlas de lo que él llama “desafueros de la libido”. Veamos los hechos.

En 1977 aparece el libro “La tía Julia y el escribidor” en el sello editorial Seix Barral, la editora española de Carlos Barral, amigo personal de Vargas Llosa, y, quien solía decir en son de broma cada vez que Vargas Llosa hablaba con una dama en alguna reunión: “No hay problema, a Mario solo le gustan las mujeres de la familia” (clara alusión a que Vargas Llosa se casó en primeras nupcias con Julia Urquidi Illanes, su tía, y luego con Patricia Llosa, hija de su tío Lucho Llosa, hermano de su madre, Doris Llosa.

En la dedicatoria de este libro, leemos lo siguiente: “A Julia Urquidi Illanes, a quien tanto debemos yo y esta novela”. ¿Cuánto de cinismo hay en esta dedicatoria?

Evaluemos. La señora Julia Urquidi Illanes publica el libro, “Lo que Varguitas no dijo”, para esclarecer y reivindicar su integridad de mujer, pues, en la novela de Vargas Llosa, aun con toda la ficción que suele acompañar a una obra de este género, aparecen hechos reales que distorsionados maliciosamente por el autor de “La ciudad y los perros”, buscan borrar las huellas de la maledicencia con que actuó frente a una mujer que sacrificó buena parte de su vida, para que el futuro novelista pudiera llegar a ser lo que quiso ser: un escritor profesional.

Vayamos por partes. Julia Urquidi conoce en un viaje que hizo a Lima (ella era boliviana, murió en Santa Cruz, Bolivia en el 2010) a Mario Vargas Llosa. Él tenía 9 años y ella 19. Las edades son importantes porque nos permiten llevar la cuenta que hay diez años de diferencia entre sobrino y tía.

“Por esa misma época nació Patricia, hija de mi hermana Olga, sobrina mía y prima hermana de Marito” (“Lo que Varguitas no dijo”; Julia Urquidi Illanes; Editorial Khana Cruz. La Paz – Bolivia; 1995. Pág. 9). Todas las citas que utilizaré son de esta edición. Ya casados, Mario y Julia viajan a Europa. Al poco tiempo aparece Wanda Llosa, la hija mayor del tío Lucho y hermana de Patricia, la actual esposa de Vargas Llosa y madre de sus tres hijos: Gonzalo, Álvaro y Morgana. Cuando Wanda tenía ya un año en París viviendo con sus tíos, aparece Patricia. La tía Julia sintió gran alegría por ese hecho:

“Confieso que me sentí feliz cuando la vi, sobre todo por la alegría de Wanda, me reproché a mí misma por hacer dudado de recibirla. Patty era una criatura de catorce años a la que se le habría un mundo esplendido”.

(Pág. 89)

¿Por qué Julia Urquidi se mostró reacia en un primer instante? Porque tenía miedo a la sobrina, porque siempre había sido una niña de carácter fuerte y voluntarioso y ella no quería tener inconveniente alguno. Pero lo cierto es que Patricia llegó a París y con ella la tragedia de una mujer que había puesto su tranquilidad espiritual en manos de un joven impetuoso, descontrolado e inestable como era el sobrino, Mario Vargas Llosa. La presencia de la prima altera el comportamiento del escritor quien, al poco tiempo, comienza a jugar una doble vida, la del esposo de Julia y la de inquieto enamorado de una chiquilla de catorce o quince años (uno o dos añitos más que la niñita de Polanski) a quien le lleva nueve años de diferencia. Esa faceta seductora del joven escritor de entonces está documentada por Julia Urquidi en su libro. Escuchémosla:

“Debíamos emprender el viaje de regreso, me encontré con Juan y Wanda en el auto, pero mi marido y sobrina no aparecían. Los tuvimos que esperar más de media hora. Cuando lo hicieron estaban tomados de la mano y apenas nos miraron. Siempre pensé que ese fue el día decisivo en la vida de los tres, que fue allí, en Holanda, donde Mario le confesó su amor a Patricia; no sé por qué, pero tengo la plena seguridad de que no me equivoco. En ese momento, se me volvió a encender la luz roja de peligro que antes rechazaba, y ya ésta no me abandonó más”.

(Pág. 95)

¿Qué le queda hacer a una mujer diez años mayor que su marido, viendo como éste cae encandilado a los pies de una muchachita de quince años? No otra cosa que abordar el tema y despejar dudas. Es así que doña Julia toma el toro por las astas. ¿Cuál es la reacción del escritor de 24 años?

“Nunca lo vi tan energúmeno. Me trató de mentirosa, de calumniar a una niña de quince años y, sobre todo, hija de mi hermana. Me dijo que mis celos eran paranoicos, que me estaba volviendo loca, que qué pensarían mi cuñado y mi hermana si supieran que ofendía con mis dudas a su hija, que me portaba como una histérica, etc.”

(Pág. 96)

Cuenta Julia Urquidi que las sospechas que tenía, siempre encontraban fundamentos bien sólidos. Una clara confirmación la tuvo una noche en que, regresando a su casa, la casera le dijo:

“- Madame, ya no puedo callarme esto.

Que su sobrina se vaya de su casa; todas las noches, cuando regresa con su marido, se besan en las gradas de la casa; yo los veo desde mi ventana. Usted reemplaza a la madre de estas niñas, no permita esto; mi hija también los ha visto.

Cuando usted se va a trabajar no se olvide que se quedan solos. Incluso los encontré en un café como dos enamorados. No diga usted que se lo he contado, pero si fuera necesario, no tengo reparos en decírselo a ellos: es una falta de respeto a mi casa; yo no se la he alquilado para esto”.

(Pág. 96 – 97)

El libro de Julia Urquidi contiene muchas de las intimidades vividas con Vargas Llosa, confesiones, por otro lado, que nunca hubieran salido a la luz si Mario Vargas Llosa no hubiera contado, parte de estas intimidades, en su novela “La tía Julia y el escribidor”.

El novelista puso toda la ropa en el tendero en su novela, hasta las prendas más íntimas.

Cuando el libro de Julia Urquidi estaba finiquitado empezaron las intimidaciones para que este valioso y esclarecedor testimonio no saliera a la luz.

Julia en el prólogo del libro, fechado en La Paz, Bolivia en 1983, dice:

“No han sido pocas las dificultades que he tenido que vencer para que este libro salga a la luz; desde la amenaza velada – a través de terceras personas - hasta el querer silenciarme con malas artes – con la compra de originales por una suma que no era de dejar pasar. Hay algo que olvidaron quienes trataron de hacerlo (además de bloquearme varias editoriales); mi conciencia, mi honestidad, reivindicación e integridad de mujer, no están en venta”.

(Pág. 7)

¿Sabía Vargas Llosa de estas malas artes? Otorguémosle el beneficio de la duda. El libro, de por sí, es incendiario para el escritor peruano desde el momento que salen a la luz sus, no pocas, conductas machistas, su estereotipo de macho latino, para quien la hembra es tan sólo un accesorio que se toma y se deja según la ocasión o la conveniencia. ¿Tiene derecho o autoridad moral para ver los “vicios” de los otros quien tiene rabo de paja? Que el lector juzgue al hombre, no al autor de novelas tan extraordinarias como “La guerra del fin del mundo” o “La ciudad y los perros”.

Julia Urquidi Illanes hizo bien al publicar este libro; su ex esposo no tenía ningún derecho a ventilar su vida marital en una novela y, más aún, tergiversando los hechos y ocultando su infidelidad. En un pasaje de la “Tía Julia y el escribidor”, se desliza la idea de una Julia frívola y simplona que pasa sus aburridos días leyendo novelas ligeras y anodinas. Urquidi Illanes aclara:

“Nuestra relación comenzó discutiendo sobre literatura, punto en el que siempre mantuve mi criterio a salvo de cualquier influencia y nunca me los pudo cambiar. El primer libro de nuestra discusión fue uno sobre la vida del pintor francés Touluose Lautrec. Por otra parte, y contrariamente a lo que afirma Mario [en su novela], nunca he leído ni a Delly ni a Corin Tellado; siempre encontré que esas novelitas llamadas “rosas” anquilosan la mente y en la mayoría de ellas hay una pornografía disfrazada”.

(Pág. 10)

Otro de los aspectos que Vargas Llosa soterra o ignora en su novela son sus celos enfermizos hacia la tía Julia, celotipia heredada de ese padre descontrolado y oligofrénico que, enterado de los amores de su hijo adolescente con Julia Urquidi; amenazó con pegarle un tiro a la tía. Los celos de Varguitas llegan a extremos patológicos:

“Sus celos me resultaban sofocantes. Lo quería mucho, pero si me casé con él lo hice para que ambos fuéramos felices y no para destruirnos (algo que olvidaría tiempo después). Posiblemente, Mario había heredado el temperamento celoso de su padre, que una vez fueron calificados de paranoicos por un médico. (…) no era dueña de salir a comprar ni cigarrillos, e inclusive llegó a extremos tales como “por olvido”, dejarme encerrada bajo llave en la casa”.

(Pág. 36)

De que su padre era un hombre anormal, conductualmente hablando, lo confirma el mismo Vargas Llosa en sus “memorias”. Oigámoslo:

“El tío Juan me contó tiempo después la cinematográfica entrevista [con el padre del futuro escritor]. Mi padre lo esperaba sentado al volante del Ford azul y cuando el tío Juan entró, lo previno. “Estoy armado y dispuesto a todo”. Para que no cupieran dudas, le mostró el revolver que llevaba en el bolsillo. Dijo que si los Llosa, aprovechando su relación con el presidente [Luis Bustamante y Rivero], trataban de sacarme al extranjero, tomaría represalias contra la familia. Luego despotricó contra la educación que me habían dado, engriéndome e inculcándome que lo odiara y fomentándome mariconerías como decir que de grande sería torero y poeta”.

(“El pez en el agua”, Seix Berral, 1993; pág. 63)

Todo un energúmeno, un tronado que había hecho del maltrato verbal y físico, hacia el hijo y la esposa, algo frecuente.

“Y cuando, sobreexcitado con su propia rabia, se lanzaba a veces contra mi madre, a golpearla, yo quería morirme de verdad, porque incluso la muerte me parecía preferible al miedo que sentía.

A mí me pegaba también, de vez en cuando”.

(Págs. 53 – 54)

“Cuando me pegaba, yo perdía totalmente los papeles, y el terror me hacía muchas veces humillarme ante él y pedirle perdón con las manos juntas. Pero no eso lo calmaba. Y seguía golpeando, vociferando y amenazándome con meterme al Ejército de soldado raso para que me pusieran en vereda. Cuando aquello terminaba, y podía encerrarme en mi cuarto, no eran los golpes sino la rabia y el asco conmigo mismo por haberlo tenido tanto miedo y haberme humillado ante él de esa manera, lo que me mantenía desvelado, llorando en silencio”.

(Págs. 56 – 57)

Con un cinismo y un desembarazo común en él, Vargas Llosa escribe en el capítulo final de “La tía Julia y el escribidor” lo siguiente:

“El matrimonio con la tía Julia fue realmente un éxito y duró bastante más de lo que todos los parientes, y hasta ella misma, habían temido, deseado o pronosticado: ocho años, (…) cuando la tía Julia y yo nos divorciamos hubo en mi dilatada familia copiosas lágrimas, porque todo el mundo (empezando por mi madre y mi padre, claro está) la adoraban.

Y cuando, un año después, volví a casarme, esta vez con una prima (hija de la tía Olga y el tío Lucho, que casualidad) el escándalo familiar fue menos ruidoso que la primera vez (consistió sobre todo en un hervor de chismes)”.

Claro que el matrimonio fue “un éxito”, pero para él, quien hizo su carrera literaria apoyado en ella y a quien engañaría de la forma más vil y despreciable con la prima y en la propia casa. “¡Qué casualidad!; dice don Mario, como quien dice criollamente, “Qué vivo que soy”. Sin ligar a dudas, muchas de las taras genéticas del padre, en lo que a conducta moral y ética se refiere, fueron heredadas por el hijo; los hechos así lo demuestran.

Nos resulta una lata escuchar al diablo predicar sermones de San Agustín o letanías de Tomás de Aquino. Rayando los extremos de lo huachafo y lo banal, nuestro Cipriani literario en la ceremonia del Nobel habla de esa prima de nariz respingada y etc., etc. Ni una palabra de gratitud para la tía Julia, para la mujer que creyó en él y que terminó hundida en la soledad, la depresión y la humillación por causa de un hombre que unge de santo y probo.


Escrito por

Guillermo Delgado

Poeta, narrador y ensayista con más de 25 años de trayectoria en la literatura nacional.


Publicado en